UN ROMANCE CON SABOR A PAN

NUESTRA HISTORIA

Hubo una vez, hace ya mucho tiempo, una familia que vivía en un pequeño pueblo llamado Cáseda. El padre, Andrés Urrutia, se levantaba cada día con los primeros rayos de sol para amasar un pan que perfumaba las calles del lugar. De forma crujiente y aroma puramente artesano, sus panes hacían las delicias de las gentes a la vez que le permitían ganarse la vida. Aunque encontraba tiempo para dedicarse a otros oficios, el de panadero era su gran pasión, una vocación que compartía con su amigo, Juan Cruz, quien vivía en un pueblo no muy lejano llamado Murillo. Tanto Andrés como Juan disfrutaban intensamente amasando sus hogazas de pan, de corteza dorada y miga esponjosa, y sabiendo que se servían cada día en las mesas de tantos hogares. Vivían felices.

Entonces estalló la guerra y las familias fueron divididas. Andrés pudo librarse de los muchos encarcelamientos que tuvieron lugar aunque, lamentablemente, uno de sus hijos, Javier, fue llamado al frente. Por fortuna, gracias a la pericia que este había alcanzado contemplando a su padre en la cocina, pudo dedicarse a la elaboración de pan artesanal para los combatientes. Juan, sin embargo, no tuvo tanta suerte. Fue encarcelado y su hija mayor, Rosario, tuvo que hacerse cargo de la panadería. Los tiempos habían cambiado. El conflicto había dejado su fiera huella.

Pasaron los años y Andrés continuó amasando pan. Y, un día, Juan, por fin logró salir del Fuerte San Cristóbal. Encontró refugio en San Sebastián y comenzó a trabajar de panadero en ​ Gloria​, una pastelería del Barrio de Gros regentada por la familia Mendizábal. Este fue el lugar en el que los hijos de ambos, Javier y Rosario, se conocieron. Javier porque había hecho amistad en el frente con un hijo de los pasteleros donostiarras. Rosario porque iba a visitar a su padre. Y, en fin, entre panes, pasteles y dulces y, coincidiendo con el fin de la guerra, se enamoraron. Dos jóvenes, hijos de dos amigos, panaderos y artesanos, iniciaban un romance que duraría toda la vida.

Como su amor por el pan. Una pasión que Javier y Rosario habían heredado de sus padres y que supieron transmitir a su hijo José Manuel. Él es quien, hoy en día, sigue dando vida a las recetas manuscritas por sus abuelos; quien crea ese pan que sabe a pan, como antaño, y todos esos platos y postres que hacen volver a tiempos pasados cuando todo era más natural. Es aquí, en Casa Urrutia, donde José Manuel prosigue con la tradición gastronómica de su familia para seguir ofreciendo ese sabor, sencillo, auténtico y rico, de la comida artesana. Y, en las sonrisas de las gentes, seguirá hallando su felicidad durante mucho, mucho, mucho tiempo.

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